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Capaz de llevar un potro
a sofrenarlo en la luna.
Rafael Hernández observa que al potro no se le pone freno, sino bocado, y que sofrenar el
caballo “no es propio de criollo jinete, sino de gringo rabioso”. Lugones confirma, o transcribe:
“Ningún gaucho sujeta su caballo sofrenándolo. Ésta es una criollada falsa de gringo fanfarrón,
que anda jineteando la yegua de su jardinera”.
Yo me declaro indigno de terciar en esas controversias rurales; soy más ignorante que
el reprobado Estanislao del Campo. Apenas si me atrevo a confesar que aunque los gauchos
de más firme ortodoxia menosprecien el pelo overo rosado, el verso
En un overo rosao
sigue —misteriosamente— agradándome. También se ha censurado que un rústico pueda
comprender y narrar el argumento de una ópera. Quienes así lo hacen, olvidan que todo arte
es convencional; también lo es la payada biográfica de Martín Fierro.
Pasan las circunstancias, pasan los hechos, pasa la erudición de los hombres versados
en el pelo de los caballos; lo que no pasa, lo que tal vez será inagotable, es el placer que da
la contemplación de la felicidad y de la amistad. Ese placer, quizá no menos raro en las letras
que en este mundo corporal de nuestros destinos, es en mi opinión la virtud central del poe-
ma. Muchos han alabado las descripciones del amanecer, de la pampa, del anochecer, que el
Fausto presenta; yo tengo para mí que la mención preliminar de los bastidores escénicos las ha
contaminado de falsedad. Lo esencial es el diálogo, es la clara amistad que trasluce el diálogo.
No pertenece el Fausto a la realidad argentina, pertenece —como el tango, como el truco,
como Irigoyen— a la mitología argentina.
Universidad Autónoma de Chiapas