Page 139 - BORGES INTERACTIVO
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JOSÉ MARTÍNEZ TORRES • ANTONIO DURÁN RUIZ 139
sario de vidrio y la crucecita que le había dejado su madre. Sin explicarle nada la subieron a la
carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los caminos estaban muy
pesados y serian las cinco de la mañana cuando llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la patrona
del prostíbulo. El trato ya estaba hecho; Cristian cobró la suma y la dividió después con el otro.
En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la maraña (que también era una
rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de hombres entre
hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez, se
creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual por su lado, en injustificadas o harto jus-
tificadas ausencias. Poco antes de fin de año el menor dijo que tenía que hacer en la Ca-
pital. Cristian se fue a Moron; en el palenque de la casa que sabemos reconoció al overo
de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristian le dijo:
—De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano.
Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana iba con
Cristian; Eduardo espoleó al overo para no verlos.
Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos habían
cedido a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el cariño entre los Nilsen
era muy grande —¡quién sabe que rigores y qué peligros habían compartido!— y prefirieron
desahogar su exasperación con ajenos. Con un desconocido, con los perros, con la Juliana,
que había traído la discordia.
El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los domingos la
gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén, vio que Cristian uncía los
bueyes. Cristian le dijo:
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