Page 138 - BORGES INTERACTIVO
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Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristian atado al pa-
lenque. En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La mujer iba y venia
con el mate en la mano. Cristian le dijo a Eduardo:
—Yo me voy a una farra en lo de Farias. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés, úsala.
El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía
qué hacer, Cristian se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó
a caballo y se fue al trote, sin apuro.
Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida unión,
que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas semanas, pero no po-
día durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni siquiera para lla-
marla, pero buscaban, y encontraban, razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de
unos cueros, pero lo que discutían era otra cosa. Cristian solía alzar la voz y Eduardo callaba.
Sin saberlo, estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre no decía, ni se decía, que una
mujer pudiera importarle, mas allá del deseo y la posesión, pero los dos estaban enamorados.
Esto, de algún modo, los humillaba.
Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Ibarra, que lo felicitó por ese
primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo injirió. Nadie, delante de
él, iba a hacer burla de Cristian.
La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna preferencia
por el menor, que no había rechazado la participación, pero que no la había dispuesto.
Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no apareciera
por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un dialogo largo y se acostó a dormir la siesta,
pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar una bolsa con todo lo que tenia, sin olvidar el ro-
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