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JOSÉ MARTÍNEZ TORRES  •  ANTONIO DURÁN RUIZ      137






           el apero, la daga de hoja corta, el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero.
           Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, an-

           daban por la sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es imposible

           que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la policía. Se dice que el

           menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los

           entendidos, es mucho. Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían

           fama de avaros, salvo cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada

           se sabe ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes.

                Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava. Esto, y lo

           que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Mal quistarse con uno era contar
           con dos enemigos.

                Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta entonces de

           zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristian llevó a vivir con Ju-

           liana Burgos. Es verdad que ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó

           de horrendas baratijas y que la lucia en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde

           la quebrada y el corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana

           era de tez morena y de ojos rasgados, bastaba que alguien la mirara para que se sonriera. En
           un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no era mal parecida.

                Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por no sé

           que negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había levantado por el camino, y a

           los pocos días la echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba solo en el almacén y no se daba

           con nadie. Estaba enamorado de la mujer de Cristian. El barrio, que tal vez lo supo antes que

           él, previó con alevosa alegría la rivalidad latente de los hermanos.











                                                                Universidad Autónoma de Chiapas
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