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tevideana; Poncio (que era del barrio del Retiro) optó por Buenos Aires y por su barrio; los
porteños del Sur invocaron la calle Chile; los del Norte, la meretricia calle del Temple o la calle
Junín.
Pese a las divergencias que he enumerado y que sería fácil enriquecer interrogando a pla-
tenses o a rosarinos, mis asesores concordaban en un hecho esencial: el origen del tango en
los lupanares. (Asimismo en la data de ese origen, que para nadie fue muy anterior al ochenta
o posterior al noventa). El instrumental primitivo de las orquestas —piano, flauta, violín, des-
pués bandoneón— confirma, por el costo, ese testimonio; es una prueba de que el tango no
surgió en las orillas, que se bastaron siempre, nadie lo ignora, con las seis cuerdas de la guita-
rra. Otras confirmaciones no faltan: la lascivia de las figuras, la connotación evidente de ciertos
títulos (El choclo, El fierrazo), la circunstancia, que de chico pude observar en Palermo y años
después en la Chacarita y en Boedo, de que en las esquinas lo bailaban parejas de hombres,
porque las mujeres del pueblo no querían participar en un baile de perdularias. Evaristo Ca-
rriego la fijó en sus Misas herejes:
En la calle, la buena gente derrocha
sus guarangos decires más lisonjeros,
porque al compás de un tango, que es La morocha,
lucen ágiles cortes dos orilleros.
En otra página de Carriego se muestra, con lujo de afligentes detalles, una pobre fiesta de
casamiento; el hermano del novio está en la cárcel, hay dos muchachos pendencieros que el
guapo tiene que pacificar con amenazas, hay recelo y rencor y chocarrería, pero
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