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               pelearon en lejanas batallas del continente, en Maipú, en Ayacucho, en Junín. Después hubo
               las guerras civiles, la guerra del Brasil, las campañas contra Rosas y Urquiza, la guerra del Pa-

               raguay, la guerra de frontera contra los indios... Nuestro pasado militar es copioso, pero lo

               indiscutible es que el argentino, en trance de pensarse valiente, no se identifica con él (pese a

               la preferencia que en las escuelas se da al estudio de la historia) sino con las vastas figuras ge-

               néricas del Gaucho y del Compadre. Si no me engaño, este rasgo instintivo y paradójico tiene

               su explicación. El argentino hallaría su símbolo en el gaucho y no en el militar, porque el valor

               cifrado en aquél por las tradiciones orales no está al servicio de una causa y es puro. El gaucho

               y el compadre son imaginados como rebeldes; el argentino, a diferencia de los americanos

               del Norte y de casi todos los europeos, no se identifica con el Estado. Ello puede atribuirse al
               hecho general de que el Estado es una inconcebible abstracción ; lo cierto es que el argentino
                                                                                  I
               es un individuo, no un ciudadano. Aforismos como el de Hegel “El Estado es la realidad de la

               idea moral” le parecen bromas siniestras. Los films elaborados en Hollywood repetidamente

               proponen a la admiración el caso de un hombre (generalmente, un periodista) que busca la

               amistad de un criminal para entregarlo después a la policía; el argentino, para quien la amistad

               es una pasión y la policía una maffia, siente que ese “héroe” es un incomprensible canalla.

               Siente con don Quijote que “allá se lo haya cada uno con su pecado” y que “no es bien que los
               hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello” (Quijote,

               1, XXII). Más de una vez, ante las vanas simetrías del estilo español, he sospechado que dife-

               rimos insalvablemente de España; esas dos líneas del Quijote han bastado para convencerme

               de error; son como el símbolo tranquilo y secreto de una afinidad. Profundamente la confirma

               una noche de la literatura argentina: esa desesperada noche en la que un sargento de la policía

               rural gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear

               contra sus soldados, junto al desertor Martín Fierro.








                             Universidad Autónoma de Chiapas
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