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               hombre” (When I was fifteen, I had shot my man and be got my man), como si los dos actos
               fueran, esencialmente, uno.

                    Hablar de tango pendenciero no basta; yo diría que el tango y que las milongas, expresan

               directamente algo que los poetas, muchas veces, han querido decir con palabras: la convicción

               de que pelear puede ser una fiesta. En la famosa Historia de los Godos que Jordanes compuso

               en el siglo vi, leemos que Atila, antes de la derrota de Chálons, arengó a sus ejércitos y les dijo

               que la fortuna había reservado para ellos los júbilos de esa batalla (certaminis hujus gaudia).

               En la Ilíada se habla de aqueos para quienes la guerra era más dulce que regresar en huecas

               naves a su querida tierra natal y se dice que París, hijo de Príamo, corrió con pies veloces a la

               batalla, como el caballo de agitada crin que busca a las yeguas. En la vieja epopeya sajona que
               inicia las literaturas germánicas, en el Beowulf, el rapsoda llama sweordagelac (juego de espadas)

               a la batalla. Fiesta de vikings le dijeron en el siglo XI los poetas escandinavos. A principios del

               siglo XVN, Quevedo, en una de sus jácaras, llamó a un duelo danza de espadas, lo cual es

               casi el juego de espadas del anónimo anglosajón. El espléndido Hugo, en su evocación de la

               batalla de Waterloo, dijo que los soldados, comprendiendo que iban a morir en aquella fiesta

               (comprenant qu’ils allaient mourir dans cette féte), saludaron a su dios, de pie en la tormenta.

                    Estos ejemplos, que al azar de mis lecturas he ido anotando, podrían, sin mayor diligen-
               cia, multiplicarse y acaso en la Chanson de Roland o en el vasto poema de Ariosto hay lugares

               congéneres. Alguno de los registrados aquí —el de Quevedo o el de Atila, digamos— es de

               irrecusable eficacia; todos, sin embargo, adolecen del pecado original de lo literario: son es-

               tructuras de palabras, formas hechas de símbolos. Danza de espadas, por ejemplo, nos invita

               a unir dos representaciones dispares, la del baile y la del combate, para que la primera sature

               de alegría a la última, pero no habla directamente con nuestra sangre, no recrea en nosotros











                             Universidad Autónoma de Chiapas
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