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JOSÉ MARTÍNEZ TORRES • ANTONIO DURÁN RUIZ 149
esa alegría. Schopenhauer (Welt ais Wille und Vorstellung, 1, 52) ha escrito que la música no es
menos inmediata que el mundo mismo; sin mundo, sin un caudal común de memorias evo-
cables por el lenguaje, no habría, ciertamente, literatura, pero la música prescinde del mundo,
podría haber música y no mundo. La música es la voluntad, la pasión; el tango antiguo, como
música, suele directamente trasmitir esa belicosa alegría cuya expresión verbal ensayaron, en
edades remotas, rapsodas griegos y germánicos. Ciertos compositores actuales buscan ese
tono valiente y elaboran, a veces con felicidad, milongas del bajo de la Batería o del Barrio del
Alto, pero sus trabajos, de letra y música estudiosamente anticuadas, son ejercicios de nostal-
gia de lo que fue, llantos por lo perdido, esencialmente tristes aunque la tonada sea alegre. Son
a las bravias e inocentes milongas que registra el libro de Rossi lo que Don Segundo Sombra
es a Martín Fierro o a Paulino Lucero.
En un diálogo de Oscar Wilde se lee que la música nos revela un pasado personal que
hasta ese momento ignorábamos y nos mueve a lamentar desventuras que no nos ocurrieron
y culpas que no cometimos; de mí confesaré que no suelo oír El Mame o Don Juan sin recor-
dar con precisión un pasado apócrifo, a la vez estoico y orgiástico, en el que he desafiado y
peleado para caer al fin, silencioso, en un oscuro duelo a cuchillo. Tal vez la misión del tango
sea ésa: dar a los argentinos la certidumbre de haber sido valientes, de haber cumplido ya con
las exigencias del valor y el honor.
Un misterio parcial
Admitida una función compensatoria del tango, queda un breve misterio por resolver. La
independencia de América fue, en buena parte, una empresa argentina; hombres argentinos
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