Page 226 - BORGES INTERACTIVO
P. 226
226 BORGES INTERACTIVO
al absurdo un museo de primores, divinamente destinado a salvar del olvido las locuciones
zurriburi, abarrisco, cochite hervite, quítame allá esas pajas y a trochimoche.
Quevedo ha sido equiparado, más de una vez, a Luciano de Samosata. Hay una dife-
rencia fundamental: Luciano al combatir en el siglo II a las divinidades olímpicas, hace obra de
polémica religiosa; Quevedo, al repetir ese ataque en el siglo XVI de nuestra era, se limita a
observar una tradición literaria.
Examinada, siquiera brevemente, su prosa, paso a discutir su poesía, no menos múltiple.
Considerados como documentos de una pasión, los poemas eróticos de Quevedo son
insatisfactorios; considerados como juegos de hipérboles, como deliberados ejercicios de pe-
trarquismo, suelen ser admirables. Quevedo, hombre de apetitos vehementes, no dejó nunca
de aspirar al ascetismo estoico; también debió de parecerle insensato depender de mujeres
(“aquél es avisado, que usa de sus caricias y no se fía de éstas”); bastan esos motivos para
explicar la artificialidad voluntaria de aquella Musa IV de su Parnaso, que “canta hazañas del
amor y de la hermosura”. El acento personal de Quevedo está en otras piezas; en las que le
permiten publicar su melancolía, su coraje o su desengaño. Por ejemplo, en este soneto que
envió, desde su Torre de Juan Abad, a don José de Salas (Musa, II, 109):
Retirado en la paz de estos desiertos
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.
Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan o secundan mis asuntos,
y en músicos, callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.
Universidad Autónoma de Chiapas