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QUEVEDO
Como la otra, la historia de la literatura abunda en enigmas. Ninguno de ellos me ha inquie-
tado, y me inquieta, como la extraña gloria parcial que le ha tocado en suerte a Quevedo. En
los censos de nombres universales el suyo no figura. Mucho he tratado de inquirir las razones
de esa extravagante omisión; alguna vez, en una conferencia olvidada, creí encontrarlas en el
hecho de que sus duras páginas no fomentan, ni siquiera toleran, el menor desahogo senti-
mental. (“Ser sensiblero es tener éxito”, ha observado George Moore.) Para la gloria, decía
yo, no es indispensable que un escritor se muestre sentimental, pero es indispensable que su
obra, o alguna circunstancia biográfica, estimulen el patetismo. Ni la vida ni el arte de Queve-
do, reflexioné, se prestan a esas tiernas hipérboles cuya repetición es la gloria…
Ignoro si es correcta esa explicación: yo, ahora la complementaría con ésta: virtualmen-
te, Quevedo no es inferior a nadie, pero no ha dado con un símbolo que se apodere de la
imaginación de la gente. Homero tiene a Príamo, que besa las homicidas manos de Aquiles;
Sófocles tiene un rey que descifra enigmas y a quien los hados harán descifrar el horror de
su propio destino; Dante, los nueve círculos infernales y la rosa paradisíaca; Shakespeare,
sus orbes de violencia y de música; Cervantes, el afortunado vaivén de Sancho y de Quijote,
Swift, su república de caballos virtuosos y de Yahoos bestiales; Melville, la abominación y el
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