Page 62 - BORGES INTERACTIVO
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                    Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahl-
               mann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las Mil y Una Noches de Weil;

               ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las esca-

               leras; algo en la oscuridad le rozó la frente, ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer

               que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de

               sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le habría hecho

               esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella

               hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las Mil y Una

               Noches sirvieron para decorar pasadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada son-

               risa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor
               y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho

               siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un

               sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en

               el coche de plaza que los llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin,

               dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo

               sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo auscultaron

               y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas, vendado,
               en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que siguieron a la operación pudo

               entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no de-

               jaba en su boca el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió;

               odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara.

               Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo

               que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido











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