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para agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el
almacén.
En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann,
al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una
cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a
una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y
estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha,
el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles dis-
cusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya no
quedan más que en el Sur.
Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo,
pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le trajo
sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de vino tinto. Ocioso,
paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco soñolienta. La
lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres:
dos parecían peones de chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo
puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio
turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien
se la había tirado.
Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dalhmann, perplejo, decidió que nada había
ocurrido y abrió el volumen de Las 1001 Noches, como para tapar la realidad. Otra bolita lo
alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba
asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desco-
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