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A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio
con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó,
tras alguna vacilación, el primer tomo de Las Mil y Una Noches. Viajar con este libro, tan vin-
culado a la historia de su desdicha, era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada
y un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.
A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de jardi-
nes y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la
montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quién lo niega,
maravillosos, pero no mucho más que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía
de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente
vivir.
El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos
veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.
Mañana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hom-
bres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en
un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas
y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas
y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas
eran casuales, como sueños de la llanura. También creyó reconocer árboles y sembrados que
no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campaña era harto inferior
a su conocimiento nostálgico y literario.
Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable
de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría en ser rojo.
Universidad Autónoma de Chiapas