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               otras (pero ¿cómo? hasta ahora los historiadores no nos lo han dicho); de cualquier manera,
               hay algo cierto: que la arqueología, al dirigirse al espacio general del saber, a sus configuracio-

               nes y al modo de ser de las cosas que allí aparecen, define los sistemas de simultaneidad, lo

               mismo que la serie de las mutaciones necesarias y suficientes para circunscribir el umbral de

               una nueva positividad.

                    De este modo, el análisis ha podido mostrar la coherencia que ha existido, todo a lo largo

               de la época clásica, entre la teoría de la representación y las del lenguaje, de los órdenes na-

               turales, de la riqueza y del valor. Es esta configuración la que cambia por completo a partir del

               siglo XIX; desaparece la teoría de la representación como fundamento general de todos los

               órdenes posibles; se desvanece el lenguaje en cuanto tabla espontánea y cuadricula primera
               de las cosas, como enlace indispensable entre la representación y los seres; una historicidad

               profunda penetra en el corazón de las cosas, las aísla y las define en su coherencia propia,

               les impone aquellas formas del orden implícitas en la continuidad del tiempo; el análisis de los

               cambios y de la moneda cede su lugar al estudio de la producción, el del organismo se adelan-

               ta a la investigación de los caracteres taxinómicos; pero, sobre todo, el lenguaje pierde su lugar

               de privilegio y se convierte, a su vez, en una figura de la historia coherente con la densidad

               de su pasado. Sin embargo, a medida que las cosas se enrollan sobre sí mismas, sólo piden a
               su devenir el principio de su inteligibilidad y abandonando el espacio de la representación, el

               hombre, a su vez, entra, por vez primera, en el campo del saber occidental. Por extraño que

               parezca, el hombre —cuyo conocimiento es considerado por los ingenuos como la más vieja

               búsqueda desde Sócrates— es indudablemente sólo un desgarrón en el orden de las cosas, en

               todo caso una configuración trazada por la nueva disposición que ha tomado recientemente

               en el saber. De ahí nacen todas las quimeras de los nuevos humanismos, todas las facilidades











                             Universidad Autónoma de Chiapas
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