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JOSÉ MARTÍNEZ TORRES • ANTONIO DURÁN RUIZ 185
En otras palabras: Beatriz no es un emblema de la fe, un trabajoso y arbitrario sinónimo
de la palabra fe; la verdad es que en el mundo hay una cosa —un sentimiento peculiar, un
proceso íntimo, una serie de estados análogos— que cabe indicar por dos símbolos: uno, asaz
pobre, el sonido fe; otro, Beatriz, la gloriosa Beatriz que bajó del cielo y dejó sus huellas en el
Infierno para salvar a Dante. No sé si es válida la tesis de Chesterton; sé que una alegoría es
tanto mejor cuanto sea menos reductible a un esquema, a un frío juego de abstracciones. Hay
escritor que piensa por imágenes (Shakespeare o Donne o Víctor Hugo, digamos) y escritor
que piensa por abstracciones (Benda o Bertrand Russell); a priori, los unos valen tanto como
los otros, pero, cuando un abstracto, un razonador, quiere ser también imaginativo, o pasar
por tal, ocurre lo denunciado por Croce.
Notamos que un proceso lógico ha sido engalanado y disfrazado por el autor, “para
deshonra del entendimiento del lector”, como dijo Wordsworth. Es, para citar un ejemplo
notorio de esa dolencia, el caso de José Ortega y Gasset, cuyo buen pensamiento queda
obstruido por laboriosas y adventicias metáforas; es, muchas veces, el de Hawthorne. Por lo
demás, ambos escritores son antagónicos. Ortega puede razonar, bien o mal, pero no imagi-
nar; Hawthorne era hombre de continua y curiosa imaginación; pero refractario, digámoslo así
al pensamiento. No digo que era estúpido; digo que pensaba por imágenes, por intuiciones,
como suelen pensar las mujeres, no por un mecanismo dialéctico. Un error estético lo dañó:
el deseo puritano de hacer de cada imaginación una fábula lo inducía a agregarles moralidades
y a veces a falsearlas y a deformarlas.
Se han conservado los cuadernos de apuntes en que anotaba, brevemente, argumen-
tos; en uno de ellos, de 1836, está escrito: “Una serpiente es admitida en el estómago de
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