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Si la literatura es un sueño, un sueño dirigido y deliberado, pero fundamentalmente un
sueño, está bien que los versos de Góngora sirvan de epígrafe a esta historia de las letras
americanas y que inauguremos con el examen de Hawthorne, el soñador. Algo anteriores en
el tiempo hay otros escritores americanos —Fenimore Cooper, una suerte de Eduardo Gu-
tiérrez infinitamente inferior a Eduardo Gutiérrez; Washington Irving, urdidor de agradables
españoladas— pero podemos olvidarlos sin riesgo.
Hawthorne nació en 1804, en el puerto de Salem. Salem adolecía, ya entonces, de dos
rasgos anómalos en América; era una ciudad, aunque pobre, muy vieja, era una ciudad en
decadencia. En esa vieja y decaída ciudad de honesto nombre bíblico, Hawthorne vivió hasta
1836; la quiso con el triste amor que inspiran las personas que no nos quieren, los fracasos,
las enfermedades, las manías; esencialmente no es mentira decir que no se alejó nunca de
ella. Cincuenta años después, en Londres o en Roma, seguía en su aldea puritana de Salem;
por ejemplo, cuando desaprobó que los escultores, en pleno siglo XIX, labraran estatuas
desnudas...
Su padre, el capitán Nathaniel Hawthorne, murió en 1808, en las Indias Orientales, en
Surinam, de fiebre amarilla; uno de sus antepasados, John Hawthorne, fue juez en los pro-
cesos de hechicería de 1692, en los que diecinueve mujeres, entre ellas una esclava, Tituba,
fueron condenadas a la horca. En esos curiosos procesos (ahora el fanatismo tiene otras for-
mas), Justice Hawthorne obró con severidad y sin duda con sinceridad. “Tan conspicuo se hizo
—escribió Nathaniel, nuestro Nathaniel— en el martirio de las brujas, que es lícito pensar que
la sangre de esas desventuradas dejó una mancha en él. Una mancha tan honda que debe
perdurar en sus viejos huesos, en el cementerio de Charter Street, si ahora no son polvo.”
Hawthorne agrega, después de ese rasgo pictórico: “No sé si mis mayores se arrepintieron y
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