Page 190 - BORGES INTERACTIVO
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               Casi arrepentido, se acuesta; en la vasta cama desierta tiende los brazos y repite en voz alta:
               “No dormiré solo otra noche.” Al otro día, se recuerda más temprano que de costumbre y

               se pregunta, con perplejidad, qué va a hacer. Sabe que tiene algún propósito, pero le cuesta

               definirlo.

                    Descubre, finalmente, que su propósito es averiguar la impresión que una semana de

               viudez causará en la ejemplar señora de Wakefield. La curiosidad lo impulsa a la calle. Murmu-

               ra: “Espiaré de lejos mi casa.” Camina, se distrae; de pronto se da cuenta que el hábito lo ha

               traído, alevosamente, a su propia puerta y que está por entrar. Entonces retrocede aterrado.

               ¿No lo habrán visto; no lo perseguirán? En una esquina se da vuelta y mira su casa; ésta le

               parece distinta, porque él ya es otro, porque una sola noche ha obrado en él, aunque él no
               lo sabe, una transformación. En su alma se ha operado el cambio moral que lo condenará

               a veinte años de exilio. Ahí, realmente, empieza la larga aventura. Wakefield adquiere una

               peluca rojiza. Cambia de hábitos; al cabo de algún tiempo ha establecido una nueva rutina.

               Lo aqueja la sospecha de que su ausencia no ha trastornado bastante a la señora Wakefield.

               Decide no volver hasta haberle dado un buen susto. Un día el boticario entra en la casa, otro

               día el médico. Wakefield se aflige, pero teme que su brusca reaparición pueda agravar el mal.

               Poseído, deja correr el tiempo; antes pensaba: “Volveré en tantos días”, ahora, “en tantas
               semanas”. Y así pasan diez años. Hace ya mucho que no sabe que su conducta es rara. Con

               todo el tibio afecto de que su corazón es capaz, Wakefield sigue queriendo a su mujer y ella

               está olvidándolo. Un domingo por la mañana se cruzan los dos en la calle, entre las muche-

               dumbres de Londres. Wakefield ha enflaquecido; camina oblicuamente, como ocultándose,

               como huyendo; su frente baja está como surcada de arrugas; su rostro que antes era vulgar,

               ahora es extraordinario, por la empresa extraordinaria que ha ejecutado. En sus ojos chicos la











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