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un hombre y es alimentada por él, desde los quince a los treinta y cinco, atormentándolo
horriblemente.” Basta con eso, pero Hawthorne se considera obligado a añadir: “Podría ser
un emblema de la envidia o de otra malvada pasión.” Otro ejemplo, de 1838 esta vez: “Que
ocurran acontecimientos extraños, misteriosos y atroces, que destruyan la felicidad de una
persona. Que esa persona los impute a enemigos secretos y que descubra, al fin, que él es el
único culpable y la causa. Moral, la felicidad está en nosotros mismos.” Otro, del mismo año:
“Un hombre, en la vigilia, piensa bien de otro y confía en él, plenamente, pero lo inquietan
sueños en que ese amigo obra como enemigo mortal. Se revela, al fin, que el carácter soñado
era el verdadero. Los sueños tenían razón. La explicación sería la percepción instintiva de la
verdad.” Son mejores aquellas fantasías puras que no buscan justificación o moralidad y que
parecen no tener otro fondo que un oscuro terror. Esta, de 1838: “En medio de una multitud
imaginar un hombre cuyo destino y cuya vida están en poder de otro, como si los dos estu-
viesen en un desierto”.
Ésta, que es una variación de la anterior y que Hawthorne apuntó cinco años después:
“Un hombre de fuerte voluntad ordena a otro, moralmente sujeto a él, que ejecute un acto.
El que ordena muere y el otro, hasta el fin de sus días, sigue ejecutando aquel acto.” (No sé
de qué manera Hawthorne hubiera escrito ese argumento; no sé si hubiera convenido que el
acto ejecutado fuera trivial o levemente horrible o fantástico o tal vez humillante.) Éste, cuyo
tema es también la esclavitud, la sujeción a otro: “Un hombre rico deja en su testamento su
casa a una pareja pobre. Ésta se muda ahí; encuentra un sirviente sombrío que el testamento
les prohibe expulsar. Este los atormenta; se descubre, al fin, que es el hombre que les ha le-
gado la casa”.
Universidad Autónoma de Chiapas