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JOSÉ MARTÍNEZ TORRES • ANTONIO DURÁN RUIZ 203
VALÉRY COMO SÍMBOLO
Aproximar el nombre de Whitman al de Paul Valéry es a primera vista una operación arbitraria
y (lo que es peor) inepta. Valéry es símbolo de infinitas destrezas pero asimismo de infinitos
escrúpulos; Whitman, de una casi incoherente pero titánica vocación de felicidad; Valéry ilus-
tremente personifica los laberintos del espíritu; Whitman, las interjecciones del cuerpo. Valéry
es símbolo de Europa y de su delicado crepúsculo; Whitman, de la mañana de América. El
orbe entero de la literatura parece no admitir dos aplicaciones más antagónicas de la palabra
poeta. Un hecho, sin embargo, los une: la obra de los dos es menos preciosa como poesía
que como signo de un poeta ejemplar, creado por esa obra. Así, el poeta inglés Lascelles
Abercrombie pudo alabar a Whitman por haber creado «de la riqueza de su noble experien-
cia, esa figura vívida y personal que es una de las pocas cosas realmente grandes de la poesía
de nuestro tiempo: la figura de él mismo». El dictamen es vago y superlativo, pero tiene la
singular virtud de no identificar a Whitman, hombre de letras y devoto de Tennyson, con
Whitman, héroe semidivino de Leaves of Grass. La distinción es válida; Whitman redactó sus
rapsodias en función de un yo imaginario, formado parcialmente de él mismo parcialmente
de cada uno de sus lectores. De ahí las divergencias que han exasperado a la crítica; de ahí la
Universidad Autónoma de Chiapas