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               para reparar su espíritu, libre del tumulto de los negocios ajenos, no quería que se lo ocupasen
               en otra cola, tal vez receloso de que un oyente, atento a las dificultades del texto, le pidiera la

               explicación de un pasaje oscuro o quisiera discutirlo con él, Con lo que no pudiera leer tantos

               volúmenes como deseaba. Yo entiendo que leía de ese modo por conservar la voz, que se le

               tomaba con facilidad. En todo caso, cualquiera que fuese el propósito de tal hombre, cierta-

               mente era bueno.” San Agustín fue discípulo de San Ambrosio, obispo de Milán, hacia el año

               384; trece años después, en Numidia, redactó sus Confesiones y aúnlo inquietaba aquel singu-

               lar espectáculo: un hombre en una habitación, con un libro, leyendo sin articular las palabras.

                    Aquel hombre pasaba directamente del signo de escritura a la intuición, omitiendo el sig-

               no sonoro; el extraño arte que iniciaba, el arte de leer en voz baja, conduciría a consecuencias
               maravillosas. Conduciría, cumplidos muchos años, al concepto del libro como fin, no como

               instrumento de un fin. (Este concepto místico, trasladado a la literatura profana, daría los sin-

               gulares destinos de Flaubert y de Mallarmé, de Henry James y de James Joyce.) A la noción

               de un Dios que habla con los hombres para ordenarles algo o prohibirles algo, se superpone

               la del Libro Absoluto, la de una Escritura Sagrada. Para los musulmanes, el “Alcorán” (también

               llamado El Libro, Al Kitab), no es una mera obra de Dios, como las almas de los hombres o

               el universo; es uno de los atributos de Dios como Su eternidad o Su ira. En el capítulo XIII,
               leemos que el texto original, La Madre del Libro, está depositado en el Cielo. Muhammad—

               al—Ghazali, el Algazel de los escolásticos, declaró: “el Alcorán se copia en un libro, se pronun-

               cia con la lengua, se recuerda en el corazón y, sin embargo sigue perdurando en el centro de

               Dios y no lo altera su pasaje por las hojas escritas y por los entendimientos humanos”. George

               Sale observa que ese increado Alcorán no es otra cosa que su idea o arquetipo platónico; es














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