Page 199 - BORGES INTERACTIVO
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JOSÉ MARTÍNEZ TORRES • ANTONIO DURÁN RUIZ 199
lantó a arrojarse a la hondura, pues Roma entera, como ven, ha caído adentro. El Palacio de
los Césares ha caído, con un ruido de piedras que se derrumba. Todos los templos han caído,
y luego han arrojado miles de estatuas. Todos los ejércitos y los triunfos han caído, marchando,
en esa caverna, y tocaba la música marcial mientras se despeñaban...”
Hasta aquí, Hawthorne. Desde el punto de vista de la razón (de la mera razón que no
debe entrometerse en las artes) el ferviente pasaje que he traducido es indefendible. La grie-
ta que se abrió en la mitad del foro es demasiadas cosas. En el curso de un solo párrafo es
la grieta de que hablan los historiadores latinos y también es la boca del Infierno “con vagos
monstruos y con caras atroces” y también es el horror esencial de la vida humana y también es
el Tiempo, que devora estatuas y ejércitos, y también es la Eternidad, que encierra los tiem-
pos. Es un símbolo múltiple, un símbolo capaz de muchos valores, acaso incompatibles. Para
la razón, para el entendimiento lógico, esta variedad de valores puede constituir un escándalo,
no así para los sueños que tienen su álgebra singular y secreta, y en cuyo ambiguo territorio
una cosa puede ser muchas. Ese mundo de sueños es el de Hawthorne.
Éste se propuso una vez escribir un sueño, “que fuera como un sueño verdadero, y que
tuviera la incoherencia, las rarezas y la falta de propósito de los sueños” y se maravilló de que
nadie, hasta el día de hoy, hubiera ejecutado algo semejante. En el mismo diario en que dejó
escrito ese extraño proyecto —que toda nuestra literatura “moderna” trata vanamente de eje-
cutar, y que, tal vez, sólo ha realizado Lewis Carroll— anotó miles de impresiones triviales de
pequeños rasgos concretos (el movimiento de una gallina, la sombra de una rama en la pared)
que abarcan seis volúmenes, cuya inexplicable abundancia es la consternación de todos los
biógrafos. “Parecen cartas agradables e inútiles —escribe con perplejidad Henry James— que
se dirigiera a sí mismo un hombre que abrigara el temor de que las abrieran en el correo y que
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