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               ba que un americano pudiera ser original; en Hawthorne denunció “la notable influencia de
               Hoffmann”; dictamen que parece fundado en una equitativa ignorancia de ambos autores. La

               imaginación de Hawthorne es romántica; su estilo, a pesar de algunos excesos, corresponde

               al siglo XVIII, al débil fin del admirable sido XVIII.

                    He leído varios fragmentos del diario que Hawthorne escribió para distraer su larga sole-

               dad; he referido, siquiera brevemente, dos cuentos; ahora leeré una página del Marble Faun

               para que ustedes oigan a Hawthorne. El tema es aquel pozo o abismo que se abrió, según

               los historiadores latinos, en el centro del Foro y en cuya ciega hondura un romano se arrojó,

               armado y a caballo, para propiciar a los dioses. Reza el texto de Hawthorne:

                    “Resolvamos —dijo Kenyon— que éste es precisamente el lugar donde la caverna se
               abrió, en la que el héroe se lanzó con su buen caballo. Imaginemos el enorme y oscuro hue-

               co, impenetrablemente hondo, con vagos monstruos y con caras atroces mirando desde aba-

               jo y llenando de horror a los ciudadanos que se habían asomado a los bordes. Adentro había,

               a no dudarlo, visiones proféticas (intimaciones de todos los infortunios de Roma), sombras de

               galos y de vándalos y de los soldados franceses. ¡Qué lástima que lo cerraron tan pronto! Yo

               daría cualquier cosa por un vistazo.

                    “Yo creo —dijo Miriam— que no hay persona que no eche una mirada a esa grieta, en
               momentos de sombra y de abatimiento, es decir, de intuición.

                    “Esa grieta —dijo su amigo— era sólo una boca del abismo de oscuridad que está debajo

               de nosotros, en todas partes. La sustancia más firme de la felicidad de los hombres es una

               lámina interpuesta sobre ese abismo y que mantiene nuestro mundo ilusorio. No se requiere

               un terremoto para romperla; basta apoyar el pie. Hay que pisar con mucho cuidado. Inevita-

               blemente, al fin nos hundimos. Fue un tonto alarde de heroísmo el de Curcio cuando se ade-











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