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JOSÉ MARTÍNEZ TORRES • ANTONIO DURÁN RUIZ 207
tarea descubrir al hacedor y padre de este universo, y, una vez descubierto, es imposible de-
clararlo a todos los hombres”, y en el Fedro narró una fábula egipcia contra la escritura (cuyo
hábito hace que la gente descuide el ejercicio de la memoria y dependa de símbolos) y dijo
que los libros son como las figuras pintadas, “que parecen vivas, pero no contestan una palabra
a las preguntas que les hacen”. Para atenuar o eliminar este inconveniente imaginó el diálogo
filosófico. El maestro elige al discípulo, pero el libro no elige a sus lectores, que pueden ser
malvados o estúpidos; este recelo platónico perdura en las palabras de Clemente de Alejan-
dría, hombre de cultura pagana: “Lo más prudente es no escribir sino aprender y enseñar de
viva voz, porque lo escrito queda” (Stromateis), y en éstas del mismo tratado: “Escribir en un
libro todas las cosas es dejar una espada en manos de un niño”; que derivan también de las
evangélicas: “No deis lo santo a los perros ni echéis vuestras perlas delante de los puercos,
porque no las huellen con los pies, y vuelvan y os despedacen.” Esta sentencia es de Jesús, el
mayor de los maestros orales, que una sola vez escribió unas palabras en la tierra y no las leyó
ningún hombre (Juan, 8:6).
Clemente Alejandrino escribió su recelo de la escritura a fines del siglo II; a fines del siglo
IV se inició el proceso mental que, a la vuelta de muchas generaciones, culminaría en el pre-
dominio de la palabra escrita sobre la hablada, de la pluma sobre la voz. Un admirable azar
ha querido que un escritor fijara el instante (apenas exagero al llamarlo instante) en que tuvo
principio el vasto Proceso. Cuenta San Agustín, en el libro seis de las Confesiones: “Cuando
Ambrosio leía, pasaba la vista sobre las páginas penetrando su alma, en el sentido, sin proferir
una palabra ni mover la lengua. Muchas veces —pues a nadie se le prohibía entrar, ni había
costumbre de avisarle quién venía, lo vimos leer calladamente y nunca de otro modo, y al
cabo de un tiempo nos íbamos, conjeturando que aquel breve intervalo que se le concedía
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