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               costumbre de fechar sus poemas en territorios que jamás conoció; de ahí que, en tal página
               de su obra, naciera en los estados del sur, y en tal otra (también en la realidad) en Long Island.

                    Uno de los propósitos de las composiciones de Whitman es definir a un hombre posible

               —Walt Whitman— de ilimitada y negligente felicidad; no menos hiperbólico, no menos ilu-

               sorio, es el hombre que definen las composiciones de Valéry. Éste no magnifica, como aquél,

               las capacidades humanas de filantropía, de fervor y de dicha; magnifica las virtudes mentales.

               Valéry ha creado a Edmond Teste; ese personaje sería uno de los mitos de nuestro siglo si

               todos, íntimamente, no lo juzgáramos un mero Doppelgänger de Valéry. Para nosotros, Valéry

               es Edmond Teste. Es decir; Valéry es una derivación del ChevalierDupin de Edgar Allan Poe y

               del inconcebible Dios de los teólogos. Lo cual, verosímilmente, no es cierto.
                    Yeats, Rilke y Eliot han escrito versos más memorables que los de Valéry; Joyce y Stefan

               George han ejecutado modificaciones más profundas en su instrumento (quizá el francés es

               menos modificable que el inglés y que el alemán); pero detrás de la obra de esos eminentes

               artífices no hay una personalidad comparable a la de Valéry. La circunstancia de que esa per-

               sonalidad sea de algún modo, una proyección de la obra, no disminuye el hecho. Proponer

               a los hombres la lucidez en una era bajamente romántica, en la era melancólica del nazismo

               y del materialismo dialéctico, de los augures de la secta de Freud y de los comerciantes del
               surréalisme, tal es la benemérita misión que desempeñó (que sigue desempeñando) Valéry.

                    Paul Valéry nos deja, al morir, el símbolo de un hombre infinitamente sensible a todo

               hecho y para el cual todo hecho es un estímulo que puede suscitar una infinita serie de pen-

               samientos. De un hombre que trasciende los rasgos diferenciales del yo y de quien podemos

               decir, como William Hazlitt de Shakespeare: He is nothing in himself. De un hombre cuyos














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