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era reducible a formas esenciales (temperaturas, densidades, pesos, colores), que integraban,
en número limitado, un abecedarium naturae o serie de las letras con que se escribe el texto
universal. Sir Thomas Brow hacia 1642, confirmó: “Dos son los libros en que suelo aprender
teología: La Sagrada Escritura y aquel universal y público manuscrito que está patente a todos
los ojos. Quienes nunca vieron en el primero, Lo descubrieron en el otro” (Religio Medici, I,
16). En el mismo párrafo se lee: “Todas las cosas artificiales, porque la Naturaleza es el Arte
de Dios.” Doscientos años transcurrieron y el escocés Carlyle, en diversos lugares de labor y
particularmente en el ensayo sobre Cagliostro, superó la conjetura de Bacon; estampó que la
historia universal es Escritura Sagrada que desciframos y escribimos inciertamente en la que
también nos escriben. Después, León Bloy escribió: “No hay en la tierra un ser humano capaz
de declarar quién Nadie sabe qué ha venido a hacer a este mundo, a qué corresponden sus
actos, sus sentimientos, sus ideas, ni cuál es su nombre verdadero, su imperecedero Nombre
en el registro de la Luz La historia es un inmenso texto litúrgico, donde las iotas y puntos no
valen menos que los versículos o capítulos íntegros pero la importancia de unos y de otros
es indeterminable y profundamente escondida” (L’Ame de Napoleón, 1912). El mundo, según
Mallarmé, existe para un libro; según Bloy, somos versículos o palabras o letras de un libro má-
gico, y ese libro incesante es la única cosa que hay en el mundo: es, mejor dicho, el mundo.”
Buenos Aires, 1951
Universidad Autónoma de Chiapas