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               Libro de los Cambios o I King, hecho de 64 hexagramas, que agotan las posibles combinaciones
               de seis líneas partidas o enteras. Uno de los esquemas, por ejemplo, consta de dos líneas en-

               teras, de una partida y de tres enteras, verticalmente dispuestas. Un emperador prehistórico

               los habría descubierto en la caparazón de una de las tortugas sagradas. Leibniz creyó ver en

               los hexagramas un sistema binario de numeración; otros, una filosofía enigmática; otros, como

               Wilhelm, un instrumento para la adivinación del futuro, ya que las 64 figuras corresponden a

               las 64 fases de cualquier empresa o proceso; otros, un vocabulario de cierta tribu; otros, un

               calendario. Recuerdo que Xul-Solar solía reconstruir ese texto con palillos y fósforos. Para los

               extranjeros, el Libro de los Cambios corre el albur de parecer una mera chinoiserie; pero ge-

               neraciones milenarias de hombres muy cultos lo han leído y referido con devoción y seguirán
               leyéndolo. Confucio declaró a sus discípulos que si el destino le otorgara cien años más de

               vida, consagraría la mitad a su estudio y al de los comentarios o alas.

                    Deliberadamente he elegido un ejemplo extremo, una lectura que reclama un acto de

               fe. Llego, ahora, a mi tesis. Clásico es aquel libro que una nación o un grupo de naciones o el

               largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo

               como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término. Previsiblemente, esas decisiones

               varían. Para los alemanes y austríacos el Fausto es una obra genial; para otros, una de las más
               famosas formas del tedio, como el segundo Paraíso de Milton o la obra de Rabelais. Libros

               como el de Job, la Divina Comedia, Macbeth (y, para mí, algunas de las sagas del Norte) prome-

               ten una larga inmortalidad, pero nada sabemos del porvenir, salvo que diferirá del presente.

               Una preferencia bien puede ser una superstición.

                    No tengo vocación de iconoclasta. Hacia el año treinta creía, bajo el influjo de Macedonio

               Fernández, que la belleza es privilegio de unos pocos autores; ahora sé que es común y que











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