Page 264 - BORGES INTERACTIVO
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                    Cuando lo vio muerto a Cruz. Fierro, por un pudor de la pena, da por sentado el falleci-
               miento del compañero, finge haberlo mostrado.

                       Esa postulación de una realidad me parece significativa de todo el libro. Su tema —lo

               repito— no es la imposible presentación de todos los hechos que atravesaron la conciencia de

               un hombre, ni tampoco la desfigurada, mínima parte que de ellos puede rescatar el recuerdo,

               sino la narración del paisano, el hombre que se muestra al contar. El proyecto comporta así

               una doble invención: la de los episodios y la de los sentimientos del héroe, retrospectivos

               estos últimos o inmediatos. Ese vaivén impide la declaración de algunos detalles: no sabemos,

               por ejemplo, si la tentación de azotar a la mujer del negro asesinado es una brutalidad de

               borracho o —eso preferiríamos—una desesperación del aturdimiento, y esa perplejidad de
               los motivos lo hace más real. En esta discusión de episodios me interesa menos la imposición

               de una determinada tesis que este convencimiento central: la índole novelística del Martín

               Fierro, hasta en los pormenores. Novela, novela de organización instintiva o premeditada, es

               el Martín Fierro: única definición que puede trasmitir puntualmente la clase de placer que nos

               da y que condice sin escándalo con su fecha. Ésta, quién no lo sabe, es la del siglo novelístico

               por antonomasia: el de Dostoievski, el de Zola, el de Butler, el de Flaubert, el de Dickens.

               Cito esos nombres evidentes, pero prefiero unir al de nuestro criollo el de otro americano,
               también de vida en que abundaron el azar y el recuerdo, el íntimo, insospechado Mark Twain

               de Huckleberry Finn.

                       Dije que una novela. Se me recordará que las epopeyas antiguas representan una pre-

               forma de la novela. De acuerdo, pero asimilar el libro de Hernández a esa categoría primitiva

               es agotarse inútilmente en un juego de fingir coincidencias, es renunciar a toda posibilidad de

               un examen. La legislación de la épica —metros heroicos, intervención de los dioses, destacada

               situación política de los héroes— no es aplicable aquí. Las condiciones novelísticas, sí lo son.








                             Universidad Autónoma de Chiapas
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