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JOSÉ MARTÍNEZ TORRES • ANTONIO DURÁN RUIZ 265
EL OTRO WHITMAN
Cuando el remoto compilador del Zohar tuvo que arriesgar alguna noticia de su indistinto Dios
—divinidad tan pura que ni siquiera el atributo de ser puede sin blasfemia aplicársele— discu-
rrió un modo prodigioso de hacerlo. Escribió que su cara era trescientas setenta veces más
ancha que diez mil mundos; entendió que lo gigantesco puede ser una forma de lo invisible y
aun de lo abstracto. Así el caso de Whitman. Su fuerza es tan avasalladora y tan evidente que
sólo percibimos que es fuerte.
La culpa no es sustancialmente de nadie. Los hombres de las diversas Américas per-
manecemos tan incomunicados que apenas nos conocemos por referencia, contados por
Europa. En tales casos, Europa suele ser sinécdoque de París. A París le interesa menos el arte
que la política del arte: mírese la tradición pandillera de su literatura y de su pintura, siempre
dirigidas por comités y con sus dialectos políticos: uno parlamentario, que habla de izquierdas
y derechas; otro militar, que habla de vanguardias y retaguardias. Dicho con mejor precisión:
les interesa la economía del arte, no sus resultados. La economía de los versos de Whitman
les fue tan inaudita que no lo conocieron a Whitman. Prefirieron clasificarlo: encomiaron su
licence majestueuse, lo hicieron precursor de los muchos inventores caseros del verso libre.
Además, remedaron la parte más desarmable de su dicción: las complacientes enumeraciones
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