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su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de
un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres
de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia.
Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas
desconocidas.
El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un
hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto
mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio
nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía
el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de
los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales.
El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única
tarea de dormir y soñar.
Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El
forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo
incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían
a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les
dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad
y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel exa-
men, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el
mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas,
no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia
creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.
Universidad Autónoma de Chiapas