Page 72 - BORGES INTERACTIVO
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               razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños.
               Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se

               purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un

               nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.

                    Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la

               penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante

               catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limi-

               taba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde

               muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índi-

               ce y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente
               no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y

               emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a

               los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un

               mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche,

               el hombre lo soñaba dormido.

                    En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse

               de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las
               noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se

               arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y

               del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su

               desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un

               atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro,

               una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que

               en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágica-








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