Page 77 - BORGES INTERACTIVO
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JOSÉ MARTÍNEZ TORRES  •  ANTONIO DURÁN RUIZ       77






           que iba a encontrar. El reloj norteamericano, la cadena de níquel y la moneda cuadrangular, el
           llavero con las comprometedoras llaves inútiles del departamento de Runeberg, la libreta, un

           carta que resolví destruir inmediatamente (y que no destruí), el falso pasaporte, una corona,

           dos chelines y unos peniques, el lápiz rojo—azul, el pañuelo, el revólver con una bala. Absur-

           damente lo empuñé y sopesé para darme valor. Vagamente pensé que un pistoletazo puede

           oírse muy lejos. En diez minutos mi plan estaba maduro. La guía telefónica me dio el nombre

           de la única persona capaz de transmitir la noticia: vivía en un suburbio de Fenton, a menos de

           media hora de tren.

                Soy un hombre cobarde. Ahora lo digo, ahora que he llevado a término un plan que nadie

           no calificará de arriesgado. Yo sé que fue terrible su ejecución. No lo hice por Alemania, no.
           Nada me importa un país bárbaro, que me ha obligado a la abyección de ser un espía. Ade-

           más, yo sé de un hombre de Inglaterra —un hombre modesto— que para mí no es menos

           que Goethe. Arriba de una hora no hablé con él, pero durante una hora fue Goethe... Lo hice,

           porque yo sentía que el Jefe tenía en poco a los de mi raza —a los innumerables antepasados

           que confluyen en mí. Yo quería probarle que un amarillo podía salvar a sus ejércitos. Además,

           yo debía huir del capitán. Sus manos y su voz podían golpear en cualquier momento a mi

           puerta. Me vestí sin ruido, me dije adiós en el espejo, bajé, escudriñé la calle tranquila y salí.
           La estación no distaba mucho de casa, pero juzgué preferible tomar un coche. Argüí que así

           corría menos peligro de ser reconocido; el hecho es que en la calle desierta me sentía visible y

           vulnerable, infinitamente. Recuerdo que le dije al cochero que se detuviera un poco antes de

           la entrada central. Bajé con lentitud voluntaria y casi penosa; iba a la aldea de Ashgrove, pero

           saqué un pasaje para una estación más lejana. El tren salía dentro de muy pocos minutos, a las

           ocho y cincuenta. Me apresuré: el próximo saldría a las nueve y media. No había casi nadie











                                                                Universidad Autónoma de Chiapas
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