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pero no hay que olvidar que era también un compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables
limitaciones.
Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o
febrero del año 84. Mi padre, ese año, me había llevado a veranear a Fray Bentos. Yo vol-
vía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco. Volvíamos cantando, a
caballo, y ésa no era la única circunstancia de mi felicidad. Después de un día bochornoso,
una enorme tormenta color pizarra había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur, ya
se enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en un
descampado el agua elemental. Corrimos una especie de carrera con la tormenta. Entramos
en un callejón que se ahondaba entre dos veredas altísimas de ladrillo. Había oscurecido de
golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y .vi un muchacho que corría
por la estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las
alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites. Bernardo
le gritó imprevisiblemente: “¿Qué horas son, Ireneo?”. Sin consultar el cielo, sin detenerse, el
otro respondió: “Faltan cuatro minutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco”. La voz
era aguda, burlona.
Yo soy tan distraído que el diálogo que acabo de referir no me hubiera llamado la aten-
ción si no lo hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban (creo) cierto orgullo local, y el
deseo de mostrarse indiferente a la réplica tripartita del otro.
Me dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas rare-
zas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora, como un reloj. Agregó que
era hijo de una planchadora del pueblo, María Clementina Funes, y que algunos decían que su
padre era un médico del saladero, un inglés O’Connor, y otros un domador o rastreador del
departamento del Salto. Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de los Laureles.
Universidad Autónoma de Chiapas