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JOSÉ MARTÍNEZ TORRES • ANTONIO DURÁN RUIZ 109
Los años 85 y 86 veraneamos en la ciudad de Montevideo. El 87 volví a Fray Bentos.
Pregunté, como es natural, por todos los conocidos y, finalmente, por el “cronométrico Fu-
nes”. Me contestaron que lo había volteado un redomón en la estancia de San Francisco, y que
había quedado tullido, sin esperanza. Recuerdo la impresión de incómoda magia que la noticia
me produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos a caballo de San Francisco y él andaba en un
lugar alto; el hecho, en boca de mi primo Bernardo, tenía mucho de sueño elaborado con
elementos anteriores. Me dijeron que no se movía del catre, puestos los ojos en la higuera
del fondo o en una telaraña. En los atardeceres, permitía que lo sacaran a la ventana. Llevaba
la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado... Dos
veces lo vi atrás de la reja, que burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero: una,
inmóvil, con los ojos cerrados; otra, inmóvil también, absorto en la contemplación de un olo-
roso gajo de santonina.
No sin alguna vanagloria yo había iniciado en aquel tiempo el estudio metódico del latín.
Mi valija incluía el De viris illustribus de Lhomond, el Thesaurus de Quicherat, los Comentarios
de Julio César y un volumen impar de la Naturalis historia de Plinio, que excedía (y sigue ex-
cediendo) mis módicas virtudes de latinista. Todo se propala en un pueblo chico; Ireneo, en
su rancho de las orillas, no tardó en enterarse del arribo de esos libros anómalos. Me dirigió
una carta florida y ceremoniosa, en la que recordaba nuestro encuentro, desdichadamente
fugaz, “del día 7 de febrero del año 84”, ponderaba los gloriosos servicios que don Gregorio
Haedo, mi tío, finado ese mismo año, “había prestado a las dos patrias en la valerosa jornada
de Ituzaingó”, y me solicitaba el préstamo de cualquiera de los volúmenes, acompañado de un
diccionario “para la buena inteligencia del texto original, porque todavía ignoro el latín”. Pro-
metía devolverlos en buen estado, casi inmediatamente. La letra era perfecta, muy perfilada; la
ortografía, del tipo que Andrés Bello preconizó: i por y, j por g. Al principio, temí naturalmente
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