Page 114 - BORGES INTERACTIVO
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               corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era
               el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente

               preciso. Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación

               de los hombres; nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor

               y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz

               Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del

               mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de

               las casas precisas que lo rodeaban. (Repito que el menos importante de sus recuerdos era más

               minucioso y más vivo que nuestra percepción de un goce físico o de un tormento físico.) Hacia

               el Este, en un trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba
               negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección volvía la cara para dormir.

               También solía imaginarse en el fondo del río, mecido y anulado por la corriente.

                    Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin em-

               bargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer.

               En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos.

                    La recelosa claridad de la madrugada entró por el patio de tierra.

                    Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Ireneo tenía diecinueve
               años; había nacido en 1868; me pareció monumental como el bronce, más antiguo que Egip-

               to, anterior a las profecías y a las pirámides. Pensé que cada una de mis palabras (que cada uno

               de mis gestos) perduraría en su implacable memoria; me entorpeció el temor de multiplicar

               ademanes inútiles.

                    Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar.

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                             Universidad Autónoma de Chiapas
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