Page 156 - BORGES INTERACTIVO
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               se cansará antes que el otro, que es todavía un muchacho. Con sorna o cortesía, el forastero
               le propone un descanso. Don Wenceslao accede, y, en cuanto reanudan el duelo, permite al

               otro que lo hiera en la mano izquierda, en la que lleva el poncho, arrollado. El cuchillo entra
                                                                                                III
               en la muñeca, la mano queda como muerta, colgando. Suárez, de un gran salto, recula, pone

               la mano ensangrentada en el suelo, la pisa con la bota, la arranca, amaga un golpe al pecho

               del forastero y le abre el vientre de una puñalada. Así acaba la historia, salvo que para algún

               relator queda el santafesino en el campo y, para otro (que le mezquina la dignidad de morir),

               vuelve a su provincia. En esta versión última, Suárez le hace la primera cura con la caña que

               quedó del almuerzo. ..

                    En la gesta del Manco Wenceslao —así ahora se llama Suárez, para la gloria— la manse-
               dumbre o cortesía de ciertos rasgos (el trabajo de trenzador, el escrúpulo de no dejar sola a la

               madre, las dos caras floridas, la conversación, el almuerzo) mitigan o acentúan con felicidad la

               tremenda fábula; tales rasgos le dan un carácter épico y aun caballeresco que no hallaremos,

               por ejemplo, salvo que hayamos resuelto encontrarlo, en las peleas de borracho del Martin

               Fierro o en la congénere y más pobre versión de Juan Muraña y el surero. Un rasgo común a

               las dos es, quizá, significativo. En ambas el provocador resulta derrotado. Ello puede deberse

               a la mera y miserable necesidad de que triunfe el campeón local, pero también, y así lo pre-
               feriríamos, a una tácita condena de la provocación en estas ficciones heroicas o, y esto sería

               lo mejor, a la oscura y trágica convicción de que el hombre siempre es artífice de su propia

               desdicha, como el Ulises del canto XXVI del Infierno. Emerson, que alabó en las biografías de

               Plutarco “un estoicismo que no es de las escuelas sino de la sangre”, no hubiera desdeñado

               esta historia.














                             Universidad Autónoma de Chiapas
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