Page 191 - BORGES INTERACTIVO
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JOSÉ MARTÍNEZ TORRES  •  ANTONIO DURÁN RUIZ      191






           mirada acecha o se pierde. La mujer ha engrosado; lleva en la mano un libro de misa y toda
           ella parece un emblema de plácida y resignada viudez. Se ha acostumbrado a la tristeza y no la

           cambiaría, tal vez, por la felicidad. Cara a cara, los dos se miran en los ojos. La muchedumbre

           los aparta, los pierde. Wakefield huye a su alojamiento, cierra la puerta con dos vueltas de llave

           y se tira en la cama donde lo trabaja un sollozo. Por un instante ve la miserable singularidad de

           su vida. “¡Wakefield, Wakefield! ¡Estás loco!”, se dice. Quizá lo está. En el centro de Londres

           se ha desvinculado del mundo. Sin haber muerto ha renunciado a su lugar y a sus privilegios

           entre los hombres vivos. Mentalmente sigue viviendo junto a su mujer en su hogar. No sabe, o

           casi nunca sabe, que es otro. Repite “pronto regresaré” y no piensa que hace veinte años que

           está repitiendo lo mismo. En el recuerdo los veinte años de soledad le parecen un interludio,
           un mero paréntesis. Una tarde, una tarde igual a otras tardes, a las miles de tardes anteriores,

           Wakefield mira su casa. Por los cristales ve que en el primer piso han encendido el fuego; en el

           moldeado cielo raso las llamas lanzan grotescamente la sombra de la señora Wakefield. Rom-

           pe a llover; Wakefield siente una racha de frío. Le parece ridículo mojarse cuando ahí tiene su

           casa, su hogar. Sube pesadamente la escalera y abre la puerta. En su rostro juega, espectral,

           la taimada sonrisa que conocemos. Wakefield ha vuelto, al fin. Hawthorne no nos refiere su

           destino ulterior, pero nos deja adivinar que ya estaba, en cierto modo, muerto. Copio las
           palabras finales: “En el desorden aparente de nuestro misterioso mundo, cada hombre está

           ajustado a un sistema con tan exquisito rigor —y los sistemas entre sí, y todos a todo— que

           el individuo que se desvía un solo momento, corre el terrible albur de perder para siempre su

           lugar. Corre el albur de ser, como Wakefield, el Paria del Universo”.

                En esta breve y ominosa parábola —que data de 1835— ya estamos en el mundo de

           Herman Melville, en el mundo de Kafka. Un mundo de castigos enigmáticos y de culpas in-











                                                                Universidad Autónoma de Chiapas
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