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JOSÉ MARTÍNEZ TORRES • ANTONIO DURÁN RUIZ 195
astrología. Quienes ocultaron sus libros, fueron marcados con un hierro candente y obligados
a trabajar en la construcción de la Gran Muralla. Muchas obras valiosas perecieron; a la abne-
gación y al valor de oscuros e ignorados hombres de letras debe la posteridad la conservación
del canon de Confucio. Tantos literatos, se dice, fueron ejecutados por desacatar las órdenes
imperiales, que en invierno crecieron melones en el lugar donde los habían enterrado”. En
Inglaterra, al promediar el siglo XVII, ese mismo propósito resurgió, entre los puritanos, en-
tre los antepasados de Hawthorne. “En uno de los parlamentos populares convocados por
Cromwell —refiere Samuel Johnson— se propuso muy seriamente que se quemaran los ar-
chivos de la Torre de Londres, que se borrara toda memoria de las cosas pretéritas y que todo
el régimen de la vida recomenzara.” Es decir, el propósito de abolir el pasado ya ocurrió en
el pasado y —paradójicamente— es una de las pruebas de que el pasado no se puede abolir.
El pasado es indestructible; tarde o temprano vuelven todas las cosas, y una de las cosas que
vuelven es el proyecto de abolir el pasado.
Como Stevenson, también hijo de puritanos, Hawthorne no dejó de sentir nunca que
la tarea de escritor era frívola o, lo que es peor, culpable. En el prólogo de la Letra escarla-
ta, imagina a las sombras de sus mayores mirándolo escribir su novela. El pasaje es curioso.
“¿Qué estará haciendo? —dice una antigua sombra a las otras—. ¡Está escribiendo un libro
de cuentos! ¿Qué oficio será ese, qué manera de glorificar a Dios o de ser útil a los hombres,
en su día y generación? Tanto le valdría a ese descastado ser violinista.” El pasaje es curioso,
porque encierra una suerte de confidencia y corresponde a escrúpulos íntimos. Corresponde
también al antiguo pleito de la ética y de la estética o, si se quiere, de la teología y la estética.
Uno de sus primeros testimonios consta en la Sagrada Escritura y prohibe a los hombres que
adoren ídolos. Otro es el de Platón, que en el décimo libro de la República razona de este
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