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JOSÉ MARTÍNEZ TORRES • ANTONIO DURÁN RUIZ 197
Francia creían (o creían que creían) que todos los alemanes eran demonios; en sus novelas, sin
embargo, los presentaban como seres humanos. En Hawthorne, siempre la visión germinal
era verdadera; lo falso, lo eventualmente falso, son las moralidades que agregaba en el último
párrafo o los personajes que ideaba, que armaba, para representarla. Los personajes de la
Letra escarlata —especialmente Hester Prynne, la heroína— son más independientes, más
autónomos, que los de otras ficciones suyas; suelen asemejarse a los habitantes de la mayoría
de las novelas y no son meras proyecciones de Hawthorne, ligeramente disfrazadas. Esta ob-
jetividad, esta relativa y parcial objetividad, es quizá la razón de que dos escritores tan agudos
(y tan disímiles) como Henry James y Ludwig Lewisohn, juzguen que la Letra escarlata es la
obra maestra de Hawthorne, su testimonio imprescindible. Yo me aventuro a diferir de esas
autoridades. Quien anhele objetividad, quien tenga hambre y sed de objetividad, búsquela
en Joseph Conrad o en Tolstoi; quien busque el peculiar sabor de Nathaniel Hawthorne, lo
hallará menos en sus laboriosas novelas que en alguna página lateral o que en los leves y pa-
téticos cuentos. No sé muy bien cómo razonar mi desvío; en las tres novelas americanas y en
el Fauno de mármol sólo veo una serie de situaciones, urdidas con destreza profesional para
conmover al lector, no una espontánea y viva actividad de la imaginación. Ésta (lo repito) ha
obrado el argumento general y las digresiones, no la trabazón de los episodios y la psicología
—de algún modo tenemos que llamarla— de los actores.
Johnson observa que a ningún escritor le gusta deber algo a sus contemporáneos;
Hawthorne los ignoró en lo posible. Quizá obró bien; quizá nuestros contemporáneos —
siempre— se parecen demasiado a nosotros, y quien busca novedades las hallará con más
facilidad en los antiguos. Hawthorne, según sus biógrafos, no leyó a De Quincey, no leyó a
Keats, no leyó a Víctor Hugo —que tampoco se leyeron entre ellos—. Groussac no tolera-
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