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NOTA SOBRE (HACIA) BERNARD SHAW
A fines del siglo XIII, Raimundo Lulio (Ramón Llull) se aprestó a resolver todos los arcanos
mediante una armazón de discos concéntricos, desiguales y giratorios, subdivididos en secto-
res con palabras latinas; John Stuart Mill, a principios del siglo XIX, temió que se agotara algún
día el número de combinaciones musicales y no hubiera lugar en el porvenir para indefinidos
Webers y Mozarts; Kurd Lasswitz, a fines del XIX, jugó con la abrumadora fantasía de una bi-
blioteca universal, que registrara todas las variaciones de los veintitantos símbolos ortográficos,
o sea, cuanto es dable expresar, en todas las lenguas. La máquina de Lulio, el temor de Mill y
la caótica biblioteca de Lasswitz pueden ser materia de burlas, pero exageran una propensión
que es común: hacer de la metafísica, y de las artes, una suerte de juego combinatorio. Quie-
nes practican ese juego olvidan que un libro es más que una estructura verbal, o que una serie
de estructuras verbales; es el diálogo que entabla con su lector y la entonación que impone a
su voz y las cambiantes y durables imágenes que deja en su memoria. Ese diálogo es infinito;
las palabras amica silentia lunae significan ahora la luna íntima, silenciosa y luciente, y en la Enei-
da significaron el interlunio, la oscuridad que permitió a los griegos entrar en la ciudadela de
Universidad Autónoma de Chiapas