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leado y escarnecido, pero el valor de Don Quijote se siente más. Lo anterior nos conduce a
un problema estético no planteado hasta ahora: ¿Puede un autor crear personajes superiores
a él? Yo respondería que no y en esa negación abarcaría lo intelectual y lo moral. Pienso que
de nosotros no saldrán criaturas más lúcidas o más nobles que nuestros mejores momentos.
En ese parecer fundo mi convicción de la preeminencia de Shaw. Los problemas gremiales y
municipales de las primeras obras perderán su interés, o ya lo perdieron; las bromas de los
Pleasant Plays corren el albur de ser, algún día, no menos incómodas que las de Shakespea-
re (el humorismo es, lo sospecho, un genero oral, un súbito favor de la conversación, no
una cosa escrita); las ideas que declaran los prólogos y las elocuentes tiradas se buscarán en
Schopenhauer y en Samuel Butler; 46 pero Lavinia, Blanco Posnet, Keegan, Shotover, Richard
Dudgeon, y, sobre todo, Julio César, exceden a cualquier personaje imaginado por el arte de
nuestro tiempo. Pensar a Monsieur Teste junto a ellos o al histriónico Zarathustra de Nietzs-
che es intuir con asombro y aun con escándalo la primacía de Shaw. En 1911, Albert Soergel
pudo escribir, repitiendo un lugar común de la época, “Bernard Shaw es un aniquilador del
concepto heroico, un matador de héroes” (Dichtungund Dichter der Zeit, 214); no compren-
día que lo heroico prescindiera de lo romántico y se encarnara en el capitán Bluntschli de Arms
and the Man, no en Sergio Saránoff…
La biografía de Bernard Shaw por Frank Harris encierra una admirable carta de aquél, de
la que copio estas palabras: “Yo comprendo todo y a todos y soy nada y soy nadie”. De esa
nada (tan comparable a la de Dios antes de crear el mundo, tan comparable a la divinidad
primordial que otro irlandés, Juan Escoto Erígena, llamó Nihil), Bernard Shaw edujo casi in-
numerables personas, o dramatis personae: la más efímera será, lo sospecho, aquel G. B. S.
Universidad Autónoma de Chiapas