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JOSÉ MARTÍNEZ TORRES • ANTONIO DURÁN RUIZ 279
LA CEGUERA
Señoras, Señores:
En el decurso de mis muchas, de mis demasiadas conferencias, he observado que se pre-
fierelo personal a lo general, lo concreto a lo abstracto. Por consiguiente, empezaré refirién-
dome a mi modesta ceguera personal. Modesta, en primer término, porque es ceguera total
de un ojo, parcial del otro. Todavía puedo descifrar algunos colores, todavía puedo descifrar
el verde y el azul. Hay un color que no me ha sido infiel, el color amarillo. Recuerdo que de
chico (si mi hermana está aquí lo recordará también) me demoraba ante unas jaulas del jardín
zoológico de Palermo y eran precisamente la jaula del tigre y la del leopardo. Me demoraba
ante el oro y el negro del tigre; aún ahora, el amarillo sigue acompañándome. He escrito un
poema que se titula “El oro de los tigres” en que me refiero a esa amistad.
Quiero pasar a un hecho que suele ignorarse y que no sé si es de aplicación general. La
gente se imagina al ciego encerrado en un mundo negro. Hay un verso de Shakespeare que
justificaría esa opinión: “Looking on darkness, which the blind do see”; “mirando la oscuridad
que ven los ciegos”. Si entendemos negrura por oscuridad, el verso de Shakespeare es falso.
Uno de los colores que los ciegos (o en todo caso este ciego) extrañan es el negro; otro,
el rojo. “Le rouge et le noir” son los colores que nos faltan. A mí, que tenía la costumbre de
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