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que tratar de sobrellevar, y que realmente ser muy tímido no es importante, como tantas otras
cosas a las que uno les otorga importancia exagerada.
Recibí el nombramiento a fines de 1955; me hice cargo, pregunté el número de volú-
menes, me dijeron que era un millón. Averigüé después que eran novecientos mil, una cifra
más que suficiente. (Quizá novecientos mil parezca más que un millón: novecientos mil; en
cambio, un millón se agota en seguida.)
Poco a poco fui comprendiendo la extraña ironía de los hechos. Yo siempre me había
imaginado el Paraíso bajo la especie de una biblioteca. Otras personas piensan en un jardín,
otras pueden pensar en un palacio. Ahí estaba yo. Era, de algún modo, el centro de novecien-
tos mil volúmenes en diversos idiomas. Comprobé que apenas podía descifrar las carátulas y
los lomos.
Entonces escribí el “Poema de los dones”, que empieza: “Nadie rebaje a lágrima o re-
proche / esta declaración de la maestría / de Dios que con magnífica ironía / me dio a la vez
los libros y lanoche.” Esos dos dones que se contradicen: los muchos libros y la noche, la
incapacidad de leerlos.
Imaginé autor del poema a Groussac, porque Groussac fue también director de la Biblio-
teca y también ciego. Groussac fue más valiente que yo; guardó silencio. Pero pensé que, sin
duda, había instantes en que nuestras vidas coincidían, ya que los dos habíamos llegado a la
ceguera y los dos amábamos los libros. Él había honrado a la literatura con libros muy supe-
riores a los míos. Pero, en fin, los dos éramos hombres de letras y recorríamos la Biblioteca
de libros vedados. Casi podríamos decir, para nuestros ojos oscuros, de libros en blanco, de
libros sin letras. Escribí sobre la ironía de Dios y al fin me pregunté cuál de los dos había escrito
ese poema de un yo plural y de una sola sombra.
Universidad Autónoma de Chiapas