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algo concluye, debemos pensar que algo comienza. El consejo es saludable, pero es de difícil
ejecución, ya que sabemos lo que perdemos, no lo que ganaremos. Tenemos una imagen
muy precisa, una imagen a veces desgarrada de lo que hemos perdido, pero ignoramos qué
lo puede reemplazar, o suceder.
Tomé una decisión. Me dije: ya que he perdido el querido mundo de las apariencias,
debo crear otra cosa: debo crear el futuro, lo que sucede al mundo visible que, de hecho,
he perdido. Recordé unos libros que estaban en casa. Yo era profesor de literatura inglesa en
nuestra universidad. ¿Qué podía hacer para enseñar esa casi infinita literatura, esa literatura
que sin duda excede el término de la vida de un hombre o de las generaciones? ¿Qué podía
hacer en cuatro meses argentinos de fechas patrias y de huelgas?
Hice lo que pude para enseñar el amor a esa literatura y me abstuve, en lo posible, de
fechas y de nombres. Vinieron a verme unas alumnas que habían dado examen y lo había
aprobado. (Todas las alumnas pasaban conmigo, siempre traté de no aplazar a nadie; en diez
años aplacé a tres alumnos que insistieron en ser aplazados.) A las niñas (serían nueve o diez)
les dije: “Tengo una idea, ahora que ustedes han pasado y que yo he cumplido con mi deber
de profesor. ¿No sería interesante que emprendiéramos el estudio de un idioma y de una
literatura que apenas conocemos?” Me preguntaron cuál era ese idioma y cuál esa literatura.
“Bueno, naturalmente el idioma inglés y la literatura inglesa. Vamos a empezar a estudiarlos,
ahora que estamos libres de la frivolidad de los exámenes; vamos a empezar por los orígenes.”
Recordé que en casa había dos libros que pude recuperar porque los había puesto en
elestante más alto, pensando que no iba a precisarlos nunca. Eran el Anglo-Saxon Reader de
Sweet y la Crónica anglosajona. Los dos tenían glosario. Y nos reunimos una mañana en la
Biblioteca Nacional.
Universidad Autónoma de Chiapas