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En términos históricos latinoamericanos, esto quiere decir que el lector de Borges no
sólo lee la Conquista sino la Contraconquista, no sólo la Reforma, sino la Contrarreforma y
ciertamente, en términos aún más borgeanos, no sólo lee la Revolución, sino también la Con-
trarrevolución.
El narrador de “El jardín…” en verdad no hace más que definir a la novela en trance de
separarse de la épica. Pues la novela podría definirse, por supuesto, como la segunda lectura
del capítulo épico. La épica, según Ortega y Gasset, es lo que ya se conoce. La novela es el
siguiente viaje de Ulises, el viaje hacia lo que se ignora. Y si la épica, como nos dice Bajtin, es
el cuento de un mundo concluido, la novela es la azarosa lectura de un mundo naciente: la
renovación del Génesis mediante la renovación del género.
Por todos estos impulsos, la novela es un espejo que refleja la cara del lector. Y como
Jano, el lector de novelas tiene dos caras. Una mira hacia el futuro, la otra hacia el pasado.
Obviamente, el lector mira al futuro. La novela tiene como materia lo incompleto, es la bús-
queda de un nuevo mundo en el proceso de hacerse. Es el mundo de Napoleón Bonaparte
y sus hijos, Julien Sorel, Rastignac, Becky Sharp. Son los hijos de Waterloo. Pero a través de la
novela, el lector encarna también el pasado, y es invitado a descubrir la novedad del pasado,
la novedad de Don Quijote y sus descendientes: somos los hijos de La Mancha.
La tradición de La Mancha es la otra tradición de la novela, la tradición oculta, en la que
la novela celebra su propio génesis gracias a las bodas de tradición y creación. Cervantes oficia
en el inicio mismo de esta ceremonia narrativa, que alcanza una de sus cumbres contemporá-
neas en la obra de Jorge Luis Borges gracias a una convicción y práctica bien conocidas de sus
ficciones: la práctica y la convicción de que cada escritor crea sus propios antepasados.
Universidad Autónoma de Chiapas