Page 79 - BORGES INTERACTIVO
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JOSÉ MARTÍNEZ TORRES  •  ANTONIO DURÁN RUIZ       79






           bajaba. Era de tierra elemental, arriba se confundían las ramas, la luna baja y circular parecía
           acompañarme.

                Por un instante, pensé que Richard Madden había penetrado de algún modo mi desespe-

           rado propósito. Muy pronto comprendí que eso era imposible. El consejo de siempre doblar

           a la izquierda me recordó que tal era el procedimiento común para descubrir el patio central

           de ciertos laberintos. Algo entiendo de laberintos: no en vano soy bisnieto de aquel Ts’ui Pên,

           que fue gobernador de Yunnan y que renunció al poder temporal para escribir una novela

           que fuera todavía más populosa que el Hung Lu Meng y para edificar un laberinto en el que se

           perdieran todos los hombres. Trece años dedicó a esas heterogéneas fatigas, pero la mano de

           un forastero lo asesinó y su novela era insensata y nadie encontró el laberinto. Bajo árboles
           ingleses medité en ese laberinto perdido: lo imaginé inviolado y perfecto en la cumbre secreta

           de una montaña, lo imaginé borrado por arrozales o debajo del agua, lo imaginé infinito, no

           ya de quioscos ochavados y de sendas que vuelven, sino de ríos y provincias y reinos... Pensé

           en un laberinto de laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el

           porvenir y que implicara de algún modo los astros. Absorto en esas ilusorias imágenes, olvidé

           mi destino de perseguido. Me sentí, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del

           mundo. El vago y vivo campo, la luna, los restos de la tarde, obraron en mí; asimismo el de-
           clive que eliminaba cualquier posibilidad de cansancio. La tarde era íntima, infinita. El camino

           bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas praderas. Una música aguda y como silábica se

           aproximaba y se alejaba en el vaivén del viento, empañada de hojas y de distancia. Pensé que

           un hombre puede ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros hombres,

           pero no de un país: no de luciérnagas, palabras, jardines, cursos de agua, ponientes. Llegué,

           así, a un alto portón herrumbrado. Entre las rejas descifré una alameda y una especie de pa-











                                                                Universidad Autónoma de Chiapas
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