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en el andén. Recorrí los coches: recuerdo a unos labradores, una enlutada, un joven que leía
con fervor los Anales de Tácito, un soldado herido y feliz. Los coches arrancaron al fin. Un
hombre que reconocí corrió en vano hasta el límite del andén. Era el capitán Richard Madden.
Aniquilado, trémulo, me encogí en la otra punta del sillón, lejos del temido cristal.
De esa aniquilación pasé a una felicidad casi abyecta. Me dije que estaba empeñado mi
duelo y que yo había ganado el primer asalto, al burlar, siquiera por cuarenta minutos, siquiera
por un favor del azar, el ataque de mi adversario. Argüí que esa victoria mínima prefiguraba
la victoria total. Argüí que no era mínima, ya que sin esa diferencia preciosa que el horario de
trenes me deparaba, yo estaría en la cárcel, o muerto. Argüí (no menos sofísticamente) que
mi felicidad cobarde probaba que yo era hombre capaz de llevar a buen término la aventura.
De esa debilidad saqué fuerzas que no me abandonaron. Preveo que el hombre se resignará
cada día a empresas más atroces; pronto no habrá sino guerreros y bandoleros; les doy este
consejo: El ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse
un porvenir que sea irrevocable como el pasado. Así procedí yo, mientras mis ojos de hombre ya
muerto registraban la fluencia de aquel día que era tal vez el último, y la difusión de la noche.
El tren corría con dulzura, entre fresnos. Se detuvo, casi en medio del campo. Nadie gritó el
nombre de la estación. ‘¿Ashgrove?’ les pregunté a unos chicos en el andén. ‘Ashgrove’, con-
testaron. Bajé.
Una lámpara ilustraba el andén, pero las caras de los niños quedaban en la zona de la
sombra. Uno me interrogó: ‘¿Usted va a casa del doctor Stephen Albert?’. Sin aguardar con-
testación, otro dijo: ‘La casa queda lejos de aquí, pero usted no se perderá si toma ese camino
a la izquierda y en cada encrucijada del camino dobla a la izquierda’. Les arrojé una moneda
(la última), bajé unos escalones de piedra y entré en el solitario camino. Éste, lentamente,
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