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vez: Me retiro a escribir un libro. Y otra: Me retiro a construir un laberinto. Todos imaginaron
dos obras; nadie pensó que libro y laberinto eran un solo objeto. El Pabellón de la Límpida
Soledad se erguía en el centro de un jardín tal vez intrincado; el hecho puede haber sugerido
a los hombres un laberinto físico. Ts’ui Pên murió; nadie, en las dilatadas tierras que fueron
suyas, dio con el laberinto. Dos circunstancias me dieron la recta solución del problema. Una:
la curiosa leyenda de que Ts’ui Pên se había propuesto un laberinto que fuera estrictamente
infinito. Otra: un fragmento de una carta que descubrí.
Albert se levantó. Me dio, por unos instantes, la espalda; abrió un cajón del áureo y rene-
grido escritorio. Volvió con un papel antes carmesí; ahora rosado y tenue y cuadriculado. Era
justo el renombre caligráfico de Ts’ui Pên. Leí con incomprensión y fervor estas palabras que
con minucioso pincel redactó un hombre de mi sangre: Dejo a los varios porvenires (no a todos)
mi jardín de senderos que se bifurcan. Devolví en silencio la hoja. Albert prosiguió:
—Antes de exhumar esta carta, yo me había preguntado de qué manera un libro puede
ser infinito. No conjeturé otro procedimiento que el de un volumen cíclico, circular. Un vo-
lumen cuya última página fuera idéntica a la primera, con posibilidad de continuar indefinida-
mente. Recordé también esa noche que está en el centro de Las 1001 Noches, cuando la reina
Shahrazad (por una mágica distracción del copista) se pone a referir textualmente la historia
de Las 1001 Noches, con riesgo de llegar otra vez a la noche en que la refiere, y así hasta lo
infinito. Imaginé también una obra platónica, hereditaria, transmitida de padre a hijo, en la que
cada nuevo individuo agregara un capítulo o corrigiera con piadoso cuidado la página de sus
mayores. Esas conjeturas me distrajeron; pero ninguna me parecía corresponder, siquiera de
un modo remoto, a los contradictorios capítulos de Tsúi Pên. En esa perplejidad, me remi-
tieron de Oxford el manuscrito que usted ha examinado. Me detuve, como es natural, en la
frase: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan. Casi en el
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