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diaría las circunstancias de sus muchos retratos. Beatriz Viterbo, de perfil, en colores; Beatriz,
con antifaz, en los carnavales de 1921; la primera comunión de Beatriz; Beatriz, el día de su
boda con Roberto Alessandri; Beatriz, poco después del divorcio, en un almuerzo del Club
Hípico; Beatriz, en Quilmes, con Delia San Marco Porcel y Carlos Argentino; Beatriz, con el
pekinés que le regaló Villegas Haedo; Beatriz, de frente y de tres cuartos, sonriendo, la mano
en el mentón... No estaría obligado, como otras veces, a justificar mi presencia con módicas
ofrendas de libros: libros cuyas páginas, finalmente, aprendí a cortar, para no comprobar, me-
ses después, que estaban intactos.
Beatriz Viterbo murió en 1929; desde entonces, no dejé pasar un treinta de abril sin
volver a su casa. Yo solía llegar a las siete y cuarto y quedarme unos veinticinco minutos; cada
año aparecía un poco más tarde y me quedaba un rato más; en 1933, una lluvia torrencial me
favoreció: tuvieron que invitarme a comer. No desperdicié, como es natural, ese buen prece-
dente; en 1934, aparecí, ya dadas las ocho, con un alfajor santafecino; con toda naturalidad me
quedé a comer. Así, en aniversarios melancólicos y vanamente eróticos, recibí las graduales
confidencias de Carlos Argentino Daneri.
Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada; había en su andar (si el oxímoron es
tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis; Carlos Argentino es rosado,
considerable, canoso, de rasgos finos. Ejerce no sé qué cargo subalterno en una biblioteca ile-
gible de los arrabales del Sur; es autoritario, pero también es ineficaz; aprovechaba, hasta hace
muy poco, las noches y las fiestas para no salir de su casa. A dos generaciones de distancia, la
ese italiana y la copiosa gesticulación italiana sobreviven en él. Su actividad mental es continua,
apasionada, versátil y del todo insignificante. Abunda en inservibles analogías y en ociosos es-
crúpulos. Tiene (como Beatriz) grandes y afiladas manos hermosas. Durante algunos meses
padeció la obsesión de Paul Fort, menos por sus baladas que por la idea de una gloria inta-
Universidad Autónoma de Chiapas