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JOSÉ MARTÍNEZ TORRES • ANTONIO DURÁN RUIZ 123
chable. “Es el Príncipe de los poetas de Francia”, repetía con fatuidad. “En vano te revolverás
contra él; no lo alcanzará, no, la más inficionada de tus saetas.”
El treinta de abril de 1941 me permití agregar al alfajor una botella de coñac del país.
Carlos Argentino lo probó, lo juzgó interesante y emprendió, al cabo de unas copas, una vin-
dicación del hombre moderno.
—Lo evoco —dijo con una animación algo inexplicable— en su gabinete de estudio,
como si dijéramos en la torre albarrana de una ciudad, provisto de teléfonos, de telégrafos, de
fonógrafos, de aparatos de radiotelefonía, de cinematógrafos, de linternas mágicas, de glosa-
rios, de horarios, de prontuarios, de boletines...
Observó que para un hombre así facultado el acto de viajar era inútil; nuestro siglo XX
había transformado la fábula de Mahoma y de la montaña; las montañas, ahora, convergían
sobre el moderno Mahoma.
Tan ineptas me parecieron esas ideas, tan pomposa y tan vasta su exposición, que las
relacioné inmediatamente con la literatura; le dije que por qué no las escribía. Previsiblemente
respondió que ya lo había hecho: esos conceptos, y otros no menos novedosos, figuraban en
el Canto Augural, Canto Prologal o simplemente Canto Prólogo de un poema en el que tra-
bajaba hacía muchos años, sin réclame, sin bullanga ensordecedora, siempre apoyado en esos
dos báculos que se llaman el trabajo y la soledad. Primero, abría las compuertas a la imagina-
ción; luego, hacía uso de la lima. El poema se titulaba La Tierra; tratábase de una descripción
del planeta, en la que no faltaban, por cierto, la pintoresca digresión y el gallardo apóstrofe.
Le rogué que me leyera un pasaje, aunque fuera breve. Abrió un cajón del escritorio,
sacó un alto legajo de hojas de block estampadas con el membrete de la Biblioteca Juan Cri-
sóstomo Lafinur y leyó con sonora satisfacción:
Universidad Autónoma de Chiapas