Page 130 - BORGES INTERACTIVO
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rividencia casi implacable, pero había en ella negligencias, distracciones, desdenes, verdaderas
crueldades, que tal vez reclamaban una explicación patológica. La locura de Carlos Argentino
me colmó de maligna felicidad; íntimamente, siempre nos habíamos detestado.
En la calle Garay, la sirvienta me dijo que tuviera la bondad de esperar. El niño estaba,
como siempre, en el sótano, revelando fotografías. Junto al jarrón sin una flor, en el piano in-
útil, sonreía (más intemporal que anacrónico) el gran retrato de Beatriz, en torpes colores. No
podía vernos nadie; en una desesperación de ternura me aproximé al retrato y le dije:
—Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para
siempre, soy yo, soy Borges.
Carlos entró poco después. Habló con sequedad; comprendí que no era capaz de otro
pensamiento que de la perdición del Aleph.
—Una copita del seudo coñac —ordenó— y te zampuzarás en el sótano. Ya sabes, el
decúbito dorsal es indispensable. También lo son la oscuridad, la inmovilidad, cierta acomo-
dación ocular. Te acuestas en el piso de baldosas y fijas los ojos en el decimonono escalón de
la pertinente escalera. Me voy, bajo la trampa y te quedas solo. Algún roedor te mete miedo
¡fácil empresa! A los pocos minutos ves el Aleph. ¡El microcosmo de alquimistas y cabalistas,
nuestro concreto amigo proverbial, el multum in parvo!
Ya en el comedor, agregó:
—Claro está que si no lo ves, tu incapacidad no invalida mi testimonio... Baja; muy en
breve podrás entablar un diálogo con todas las imágenes de Beatriz.
Bajé con rapidez, harto de sus palabras insustanciales. El sótano, apenas más ancho que la
escalera, tenía mucho de pozo. Con la mirada, busqué en vano el baúl de que Carlos Argen-
tino me habló. Unos cajones con botellas y unas bolsas de lona entorpecían un ángulo. Carlos
tomó una bolsa, la dobló y la acomodó en un sitio preciso.
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